Por: John Jairo León Muñoz

La película del francés Xavier Legrand. Una obra producida por Francia, Canadá y Bélgica. Es perturbadora. ¡Salvaje! ¡Bestial! ¡Brutal! Corran a verla. Es la mejor película que se puede ver en estos días, por lo menos para inquietar los sentidos, para poner a prueba que el cine es un viaje del que a veces nadie se quiere bajar.

Ellias Barnés interpretado por Marc André Grondin es un prestigioso diseñador de modas, criado en Quebec, ahora vive en París, en la alta costura, acaba de presentar la colección para la Casa de Modas Orsino, donde el amarillo es el color protagonista, el tono símil de la esperanza que se posiciona como augurio del éxito económico. Vive en un presente que empieza a doler hasta agrietar un pasado, donde el ritmo del trabajo se impuso y se olvidó de curar las heridas que por más cerradas que se vean están abiertas. El público le aplaude, le ovaciona y mientras recorre el escenario en forma de espiral, el dolor le aqueja en su corazón, como generando una conexión entre el espiral y dolor. Como si se entrelazara ese espiral con sus orígenes, con la sangre de sus ancestros, con los abuelos, la historia, los padres, el abandono, el olvido.

Una historia que se va dosificando con maestría, como quien lleva preparando por años la exquisitez de un buen texto audiovisual. Como quien filma con la experiencia su veinteava película, pero no, es su tercer largometraje. Legrand a sus cuarenta años va describiendo, va siendo consciente de lo que se sugiere en el cine, lo que el espectador interpreta, del fuera de campo, del manejo riguroso de lo que cuenta la cámara y de la conexión y autenticidad que imprimen los actores.

Al espectador, ya no le es posible parpadear ni bostezar, nadie quiere hacerlo, se desea seguir conociendo cómo va apareciendo a manera de tragedia griega la muerte del padre de Ellias, al que no ve hace veinte años. Además, es el detonante de su propia desgracia, debe viajar a Quebec y hacerse cargo del funeral que nadie quiere lidiar. Un viaje hacia sus propios temores, los hilos de su presente, los miedos que ya han empezado a aparecer como una enfermedad silenciosa que provoca dolores en su pecho.

La muerte del papá de Ellias desencadena una herencia simbólica de lo que hace la mala crianza en los seres humanos, de lo que dejan los padres en uno y se instala como una camisa de fuerza, como una herencia de perversos hábitos en el hombre, que no se ven, pero se normalizan y, aparecen en forma de personalidad en la adolescencia y se enquistan en la adultez.

Le Successeur es la historia de la hipocresía de cierta clase de amistad. De lo que el hombre es capaz de callar para mantener su propio bienestar, de lo cerca que se está de ser parte de la injusticia. Es la historia de lo que calla el ser humano para mantener sus tragedias, del silencio cómplice, también de la mentira social del ser y el parecer, que vuelve la relación con los otros una fachada, un buen vestido, un maquillaje que oculta las fealdades humanas. Es la historia del silencio que daña y el que no deja gritar y que está encerrado en cada cual, lo que heredan los hijos de sus padres: el patriarcado, el machismo, el olvido de las raíces que alejan al ser humano de la conexión con su propia tierra.

La moda en Le Successeur es una metáfora que oculta la costura de los trajes, se vuelve importante lucir el brillo de los canutillos y esconder la manera sobre cómo se pegaron en el vestido. Disimula la tristeza con maquillaje. Obliga a caminar con la frente en alto y es un peligro mirar hacía los lados. Sacrifica la alimentación por la imagen, el reconocimiento y la fama. La familia también en Legrand es eso, una fachada que no deja ver sus remiendos y que se vuelve necesario mirar ése zig-zag, para saber cómo se crearon los miedos, en qué momento se instaló la falta de sensibilidad, quizás para querer más el presente, destensionar el alma, liberar la existencia y permitirle un impulso para que respire con un aire que no aprisione el corazón.