Por: John Jairo León Muñoz.

Es una historia donde aparecen los pájaros como vaticinando una tormenta, como tantas que ha tenido Colombia y que por más avisado que este este país de cafres, sobre el mal que causa el narcotráfico, sigue llegando el polvo arrasando con todo, con el campo, con la educación y con la dignidad, esa que a veces se cree que nadie arrebata.

La historia del narcotráfico en Colombia se ha sabido por los relatos orales de quienes vivieron de cerca ese negocio. También por los libros como La Bruja de Germán Castro Caicedo, a través de su personaje Jaime Builes y las relaciones con ese cartel que iba naciendo en Medellín. Por medio de libros de aquellos que han vivido de cerca la desgracia del narcotráfico: secuestros, atentados…, y han regresado desde las cercanías de la muerte para contar sus experiencias. Últimamente por el boom de producciones televisivas y cinematográficas que han llegado a contar a su manera de cómo llegó el negocio de las drogas a inmiscuir comunidades; cómo llegó sin preguntar; cómo involucró a políticos, presidentes, empresas, iglesias, instalándose de una forma impositiva. Narcos, la serie de Netflix, narra la historia del cartel de Medellín y de Cali. Pablo, el patrón del mal hace saber de carros bombas, de extravagancias, de asesinatos, sicarios, de la mafia gobernando en el congreso, en gobernaciones y alcaldías. Algunas de estas series se han basado en libros escritos por ex-narcotraficantes que pagaron su condena y hoy dan testimonio de cómo es vivir de uno de los negocios más grandes de la historia colombiana: la cocaína.

En la historia del narcotráfico fueron los hombres que se fortalecían en sus estructuras, en el conocimiento de las rutas, mientras conocían el negocio. Hombres que iban aprendiendo del oficio de -traquetiar- mientras ganaban millones de dólares e iban invirtiendo en nuevas rutas, en formas de disimular los cultivos y de legalizar lo ilegal y, en corromper la sociedad. Allí tenemos a Pablo Escobar, los hermanos Rodríguez Orejuela, José Santa Cruz Londoño, González Gacha, los hermanos Ochoa, las guerrillas que aprendieron del negocio y los paramilitares que despejaban el camino con sangre y una violencia sin precedentes. Las mujeres en cambio estaban alejadas del negocio, un patriarcado que mientras se coronaban cargamentos ellas estaban criando y manteniendo el orden en la casa, en sus labores del hogar o estaban viajando con sus hijos, huyendo, o de vacaciones, o cuidando las propiedades que cada vez eran más lujosas, o cocinando en la selva, o empuñando un fusil en las montañas, defendiéndose del conflicto, protegiendo sus vidas y la de sus hijos. O las mujeres eran las prostitutas a las que se les pagaba millones por satisfacer a los narcos y soplar cocaína junto a ellos como en una disneylandia de los estupefacientes. Salvo mujeres como la colombiana Griselda Franco apodada la Viuda Negra, la guatemalteca Marllory Dadiana Chacón conocida como la Reina del Sur se aventuraron a competirle a esos hombres que eran los reyes del polvo y de las líneas blancas que empezaban a volverse parte de la cotidianidad de jóvenes estadounidenses.

En la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra, Pájaros de verano, Úrsula es la mujer que toma decisiones en su comunidad en 1968, una comadrona, que tiene poder en su ranchería y va a ir ganando mayor protagonismo cada que avanza el negocio de la cocaína. La historia está contada por capítulos, que en la película le llaman Cantos, como los poemas épicos de la Iliada y la Odisea. Contrario a otros puntos de vista que se han narrado sobre el narcotráfico, aquí hay una historia que va dándole relevancia a Úrsula, que puede ser como la mujer representante de esas otras mujeres que, en los libros, en la historia y en la televisión se habían invisibilizado y en últimas producciones literarias y cinematográficas se ha ido conociendo de su existencia. Gracias al relato oral, así como le llegó la historia de Pájaros de verano a Ciro y a Marcela mientras filmaban Los viajes del viento y al escucharla con atención y con el deseo de un buen narrador, descubrieron que allí había una buena historia. En Pájaros de verano se evidencia ese papel que tuvieron muchas mujeres en ese crecimiento desmedido del narcotráfico en Colombia, en una Guajira pobre y abandonada aún por el estado.

Pájaros de verano es la historia de una comunidad marimbera que va descubriendo paso a paso el cómo hacer del negocio de la marihuana el negocio de sus vidas, de cómo comprar barato el cultivo para re-venderlo al extranjero. De esa manera el negocio de la marihuana crece y va encontrando rutas, va encontrando formas de transporte para que los gringos puedan salir cargados de mercancía de la Guajira a su país de origen y puedan consumirla como si fumaran el elixir de la eterna juventud.

Y mientras eso ocurre, mientras los Wayúu van llenándose de los lujos y de la lógica de progreso de la guerra del narcotráfico, se va cambiando, en los Oupayu, la pesca, la caza, la horticultura, por la comercialización marimbera. Se cambia la maloca por las casas lujosas, de espejos ostentosos, de aire acondicionado en una zona desértica. Se cambia el pastoreo a los niños para que fueran creciendo con un oficio, a las destrezas del manejo del fusil. Se cambia el símbolo de riqueza y de poderío de los clanes que estaba medido por la cantidad de cabras, reses, mulas, caballos, por el poderío de hombres armados, de rutas de la coca y de dinero del narcotráfico, de camionetas con parlantes de radio a todo lo que dé el volumen que han llegado a interponerse al silencio. Se cambia las tradiciones como la del “palabrero” aquel que resuelve los conflictos con el diálogo, para que sean resueltos por venganzas, sangre y desolación, a resolverlos con bombas y miedo. Se cambia el ápajá la reunión donde se acuerda con la palabra y con la familia que ese hombre que en la Guajira puede tener varias mujeres se ha comprometido a ser el dueño, también de otra mujer y, para lograrlo va a entregar una cantidad de dinero, eso se cambia por la mentira y la traición de la palabra.  Se cambia la humildad por la ostentación y por el poder económico de ser el dueño de quien sea por el valor monetario que da la droga.

Pájaros de verano es la historia de Colombia, una historia que se sigue repitiendo, como decía Joyce en el Ulises: “la historia es una pesadilla de la que conviene despertar.” Solo que en Colombia esa pesadilla se volvió parte del sol que llega todas las tardes. Es una historia donde aparecen los pájaros como vaticinando una tormenta, como tantas que ha tenido Colombia y que por más avisado que este este país de cafres, sobre el mal que causa el narcotráfico, sigue llegando el polvo arrasando con todo, con el campo, con la educación y con la dignidad, esa que a veces se cree que nadie arrebata.

Pájaros de verano es una poesía visual con paisajes desérticos, colores ocres que resaltan frente a la fuerza del sol y en donde viaja, al final de la película, la inocencia de una niña desolada y desplazada habiendo perdido el saber de pastorear y va rumbo, quizá, a una ciudad donde le espera la exclusión, la mendicidad y el analfabetismo.